Cuando digo que quiero una Buenos Aires más ecuménica, quiero decir que quiero, entre otras cosas y por lo menos:Una Ciudad que respete y fomente el florecimiento, el desarrollo y el respeto por todas las ideas, por todos los credos, por todas las religiones y por todas las Iglesias.
Una Ciudad que respete, cuide y haga mejor la vida del hombre y la mujer de fe, de cualquier fe que tenga como único fin el mejorar la vida humana y hacer su tránsito mejor, más útil y más sano.
Una Ciudad que cuide y respete a todas las Iglesias de todas las religiones.
Me llama la atención que nadie se ocupe del tema de las religiones y del rol de las religiones y de los hombres y mujeres de fe en la conformación de una ciudad mejor.
Todos hablan de la presunta tolerancia religiosa imperante en Buenos Aires y dan por sobreentendido que nada debe hablarse sobre este tema porque parece estar todo dicho.
No es así. Todavía hay mucho por decir y mucho por hacer por el entendimiento de los hombres y mujeres de fe entre sí y respecto de sus gobiernos y de la ciudad en la que habitan o visitan.
No me conformo con una ciudad tolerante en materia religiosa, quiero una ciudad integrada e integradora, donde el hombre y la mujer de fe sean escuchados y donde su punto de vista pueda ser escuchado sin preconceptos y sin menosprecios.
Por lo general la política y el gobierno suelen ser en extremo pragmáticos y a veces en demasía muy materialistas y poco humanistas.
Creo que el aporte del hombre y de la mujer de fe puede ser precisamente éste, el de aportar una visión más humanista y más humanizada del poder, de la gestión y de la forma de poner en práctica las acciones políticas y gubernamentales sin que ofendan a nadie y sean para beneficio de todos.
Si bien soy un convencido de debe darse al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, también creo que las iglesias son instituciones demasiado importantes como para que las dejemos de lado o marginadas de la política y del poder.
Nadie dice que las iglesias deben hacer política o que con ellas se comparta el poder.
Lo que estoy diciendo es que las iglesias pueden ayudarnos a pulir y humanizar la forma de ejercer el poder y pueden ayudarnos a pensar acciones de gobierno más humanistas y menos materialistas.
Por eso, cuando decimos que debemos pensar entre todos la Ciudad de todos, lo decimos pensando en que también las iglesias deben ser escuchadas y llamadas a pensar una Buenos Aires mejor.
Pero en este llamado no puede haber exclusiones.
No hay religiones de primera y religiones de segunda. Todos somos iguales a los ojos de Dios. Los creyentes, por definición, no pueden admitir ninguna diferencia entre las religiones y la gente de fe.
No puede llamarse a las mayoritarias y desoír a las minoritarias. No puede sentarse sólo a las tradicionales y desoír o menospreciar a las más recientes o contemporáneas.
En un mundo donde un Papa de la Iglesia de Roma ha reconocido a los judíos el carácter de “hermanos mayores” de los católicos ninguna discriminación tiene sentido.
No nos debemos conformar con ser tolerantes, porque ser tolerantes equivale a decir que reconocemos las diferencias y las respetamos pero no nos mezclamos.
Debemos ser integradores, porque somos diferentes y aún entre diferentes hablamos, nos sentamos y nos mezclamos todo lo que sea necesario para lograr vivir algún día en una Ciudad mejor, pero mejor para todos y sin exclusión de nadie.
Por eso la relación de la política y de los gobiernos con las religiones debe ser más estrecha de lo que es hasta ahora. No para recibir ordenes u orientaciones, como pueden llegar a concluir los malpensados, sino para permitir el desarrollo de las buenas prácticas espirituales y de los hombres y mujeres de fe en un ámbito religioso garantizado por todas las leyes y todas las instituciones de la democracia.
Un gobierno que se precie de ser respetuoso de todas las religiones y de todos los hombres y mujeres de fe, sin excepción alguna, debe tener bien desarrollada su área de Cultos y sobre todo, debe llamar periódicamente a todos los Cultos para conocer sus preocupaciones y sobre todo, las preocupaciones de sus fieles, ya que las iglesias son las instituciones que reciben de primera mano las inquietudes, angustias y problemas de sus creyentes.
Basta encender un televisor a cualquier hora del día y sintonizar cualquiera de los canales religiosos para darse cuenta de que muchos ciudadanos y ciudadanas han dejado de recurrir a sus representantes para contar o solucionar un problema y descansan el paliativo de su angustia en sus sacerdotes, pastores, obispos, imanes o rabinos en la fe.
La política y los gobiernos no pueden ni deben hacer ojos ciegos a este fenómeno ya que es indicativo de la baja credibilidad que la gente tiene en los políticos y en los gobernantes.
No es un dato menor. Por el contrario, es un dato evidente: los partidos políticos tienen cada vez menos afiliados y a los gobiernos se les dificulta cada vez más conseguir hombres y mujeres que quieran asumir las obligaciones del estado.
Pero como contrapartida, las religiones cada vez cuentan con más y más seguidores, con mayor número de gente desesperada que se dirige a ellas buscando las soluciones que los demás no les han dado.
Por eso hacen mal algunos políticos y algunos hombres y mujeres del estado cuando miran con desdén a las religiones, a los religiosos y a los hombres y mujeres de fe. Este es un fenómeno que en general se ve en todo el arco político, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, pasando por el centro, hay muchos hombres y mujeres de la política y de los gobiernos que consideran que un creyente es un individuo seducido por la superchería.
Grave error. Ese menosprecio no nos ha conducido a nada y las sociedades están pagando muy caro su rechazo hacia la política y los políticos. Es un dato que podemos obtener de cualquier encuesta, hasta de la más elemental: las iglesias tienen mayor prestigio social que la política y los gobiernos. Y más aún, las iglesias tienen mayor prestigio todavía que muchas de las instituciones de cualquier estado.
Toda acción tendiente a desacreditar a las religiones por parte de algunos políticos o de algunos gobernantes ha fracasado. Todo intento de debilitar a las religiones haciéndolas ver como elemento pernicioso o innecesario ha fracasado y para el creyente, la creencia en Dios sigue siendo lo único inmutable, lo único indudable y –en muchos casos- lo único que los sigue manteniendo vivos o con fuerzas para seguir adelante frente a las adversidades de la vida material que le deparan las acciones equivocadas de políticos y gobernantes.
Queda claro, entonces, que las iglesias no pueden ser ignoradas, no pueden ser combatidas ni pueden ser menospreciadas. Menos aún pueden ser perseguidas o desoídas. Se podrá disentir con ellas, con algunas de ellas o con todas ellas, pero no se puede trabajar para debilitarlas en su organización o credibilidad.
Quien lo intente, no lo logrará. Todos los ejemplos que podríamos dar nos convencerían aún más de lo que estamos diciendo. Cada vez que la política y los estados quisieron combatir a las iglesias, fueron las iglesias las que ganaron su batalla contra la política y los estados.
No es mejor un gobierno que desoye a las iglesias. No es más transgresor ni más moderno un político o una idea política cuanto más se ría de la gente de fe o se muestre combatiente de las religiones o las iglesias.
Una ciudad civilizada es una ciudad ecuménica, tanto como una persona civilizada es esencialmente ecuménica.
El ecumenismo es una sutileza del intelecto.
Una persona intelectualmente mejor es una persona profundamente ecuménica, porque es profundamente respetuosa e integradora en su grado más superlativo.
La persona constructiva es una persona respetuosa de los otros y de las ideas de los otros. Cuando los políticos y los gobernantes trabajan para construir deben demostrar que también pueden llegar a comprender –aun sin sentirlo- lo que entienden o sienten los hombres y las mujeres de fe.
En una ciudad civilizada, los ateos y los creyentes deben sentirse bien de la misma manera, cada uno respetado en su creencia y en su individualidad, porque si ni uno ni otro busca la destrucción del otro, deben ser igualmente satisfechos y servidos por el estado, la política y los gobiernos de las ciudades en las que viven.
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